lunes, 4 de noviembre de 2013

Los objetos artísticos como mercancías

Los objetos concretos que constituyen obras de arte (cuadros, esculturas, etc.) son un tipo especial de objetos y, en particular, de mercancías. A diferencia de lo que suele ocurrir con los objetos de lujo, el precio de las obras de arte no se corresponde con la calidad de los materiales empleados en su composición, o con la inversión necesaria para su producción. Un cuadro puede valer millones aunque los materiales para hacerlo cuesten unos pocos euros o el tiempo y trabajo invertidos sean mínimos. Así, una obra de arte reconocida, en cuanto a la calidad de sus materiales o el coste de su proceso de producción, puede parecerse más a cualquier objeto cotidiano producido en serie, pero con un precio o valor de mercado más próximo al de un objeto de lujo. Aunque, claro, una característica que los objetos artísticos comparten con los objetos de lujo es una cierta exclusividad (mayor, generalmente, en el caso de las obras de arte). La exclusividad es un valor que, operando al margen de la ley de la oferta y la demanda, puede añadir valor de mercado a un producto. Sin embargo, es claro que la exclusividad no es lo más importante para determinar el precio de una obra de arte, pues tan exclusiva es una obra de Picasso como una obra del pintor de mi barrio.

¿Qué determina entonces el valor de mercado del arte si no lo hace, al menos no totalmente, ni el coste de producción, ni la inversión realizada, ni la exclusividad? Decir que hay, como para el resto de productos, una ley previa de la oferta y demanda regulando el precio de las obras de arte es antiintuitivo porque la oferta y la demanda aplicadas al arte parecen ser artificiosamente creadas dentro de un sector muy pequeño. Es decir, el mercado parece decidir cuáles, entre objetos muy parecidos, son obras de arte de primer nivel y cuáles no, y qué precio tienen. Ante una cierta pintura desconocida para nosotros, profanos, no sabemos si estamos ante una obra de arte valiosa; en cambio, ante una manzana o una silla corriente, sabemos que estamos ante ciertas mercancías cuyo valor aproximado conocemos. Tenemos una idea previa del valor de las mercancías habituales, que sí responde en parte a una ley de la oferta y la demanda guiadas por la utilidad, trabajo necesario invertido, calidad, etc. que adjudicamos a esas mercancías. En el caso de las obras de arte, el común de los mortales estamos perdidos.

Sin embargo, existe un mercado del arte en el que se mueve una élite muy exclusiva, y algún mecanismo hay que determina el precio de esos productos, precio que aparece como un efecto mágico. Ya hemos dicho que ni el proceso de producción, ni los materiales, ni la exclusividad crean el efecto mágico que hace que un Picasso cueste millones. ¿Qué es entonces? Por mucho que uno busque, sólo encuentra una cosa: la firma de Picasso; no hay más. Si mañana se descubriera que “Las señoritas de Aviñón” fue pintado por otra persona, su precio caería en picado. El valor (de mercado) de las obras de arte reside, fundamentalmente, en la autoría. Quién y cómo se decide qué autores hacen obras de arte caras es otro asunto. Seguramente serán una serie de personas, entre las que están los críticos de arte, los marchantes de arte, los inversores, etc. Y lo más probable es que el criterio que sigan para separar a los buenos artistas de los malos tenga que ver con las modas, el azar, o la influencia, y no con criterios lo más objetivos y serios posibles. Pero lo que me interesa destacar de esta reflexión en torno a las obras de arte es que el valor de éstas se determina irracionalmente (en este caso, atendiendo a la autoría). Esta idea, implícita o explícitamente, está arraigada tanto en el discurso popular (‘Esto lo pinta mi abuela. Sólo tiene valor porque lo ha hecho X’) como en el discurso teórico sobre el arte[1].

Los objetos artísticos como objetos de consumo elitista están sacralizados y valorados de manera irracional. Ni siquiera la técnica del artista es ya un factor que necesariamente juegue un papel en la tasación. La irracionalidad y el despropósito son las consecuencias de convertir el arte en mercancía y separarlo de la vida cotidiana de la gente. Si pensamos que comete un crimen mayor el que raya un cuadro de Picasso que el que raya un cuadro anónimo de técnica semejante es que estamos imbuidos de la idea del fetiche-objeto artístico convertido en mercancía. Por suerte, hay otra noción de objeto artístico según la cual todo objeto bello puede ser una obra de arte. Y, como tal obra de arte, no tiene precio.


[1] Ver, por ejemplo, La transfiguración de lo banal de Arthur C. Danto

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