martes, 4 de marzo de 2014

Contra la visión idílica de la naturaleza humana

Algunos piensan, como Rousseau, que el ser humano es bueno por naturaleza (y que es la sociedad quien le corrompe- Hay que notar que se hace esta matización porque no se puede negar la maldad en el comportamiento humano). Otros piensan, como Hobbes, que el hombre es un lobo para el hombre. Como ocurre muchas veces, la verdad seguramente está en un punto medio. No es que el ser humano sea enteramente malo, pero, desde luego, tampoco es enteramente bueno. Sin embargo, hay cierta asimetría en los extremos. Creo que es mucho peor (por decepcionante y temerario) creer en la bondad innata y absoluta del hombre que en su maldad. El problema es que, como vivimos en sociedad y tenemos ya muchas capas de cultura encima, es difícil dilucidar en qué consiste la naturaleza humana previa a la manipulación cultural, por decirlo de alguna manera. Dejando a un lado los esfuerzos imaginativos, una manera de ponernos en situación es ver lo que pasa con otros seres que, por un motivo u otro, consideramos que están menos manipulados, más cerca de la naturaleza, por lo que muestran de modo genuino sus inclinaciones naturales. En este sentido, puede ser útil ver cómo se comportan los llamados ‘pueblos primitivos’, los niños y los animales.

Respecto a los pueblos pertenecientes a otras culturas (a los que consideramos poco desarrollados básicamente porque su tecnología es poco sofisticada), creo que ha habido mucha idealización. A menudo se oye hablar de la perfecta integración de estos grupos humanos en su entorno natural y el respeto por el medio en que viven. En definitiva, se alaba que apenas contaminan el medio ambiente (cuando no lo regeneran…), respetan los ciclos naturales y no agotan sus medios de subsistencia. Bueno, esto puede haber sido cierto de muchos pueblos. Pero igual de cierto que lo ha sido de nosotros durante la mayor parte de nuestra historia. Más bien, lo que sucede con los llamados ‘pueblos primitivos’ es que forman comunidades pequeñas en territorios relativamente grandes y, dados los medios y las necesidades que tienen, tampoco han podido hacer grandes destrozos. El supuesto respeto que muestran por la naturaleza (con la bondad que de ahí derivamos) es más una consecuencia de sus comportamientos que una causa. No hay motivo para suponer que su naturaleza, en tanto que seres humanos, es distinta de la nuestra. Recuerdo haber leído el testimonio de un antropólogo explicando que, tras haberle sido mostrado a una comunidad que desconocía la tecnología occidental que, echando lejía en cierta zona de un río, se podían recoger sin ningún esfuerzo los peces muertos un poco más abajo, los miembros de esa comunidad no dejaron de practicar ese truco hasta que pusieron en peligro la continuidad de los peces que necesitaban para alimetarse. El mito del buen salvaje no es más que un mito.

Quizá otro buen espejo en el que mirar al ser humano en su espontaneidad son los niños. Es cierto que habitualmente los niños son cariñosos, sinceros, entregados, pero también es cierto que pueden ser, y a veces son, sumamente egoístas y crueles con los otros. Si concedemos que los niños muestran más genuinamente nuestra verdadera naturaleza, entonces no se puede negar la maldad natural en el hombre. Y otro tanto sucede con los animales, con los que tanto compartimos (y de los que también podemos extraer conclusiones sobre nuestra naturaleza animal). Sin duda, a nuestro lado, los animales son del todo inocentes; mejor dicho, están al margen de cualquier calificación moral, son amorales. Ahora bien, si nos fijamos en su comportamiento, apreciamos cómo es la naturaleza animal de la que también formamos parte. Centrémonos en un ejemplo que se pone a menudo. Se recalca la bondad, en forma de moderación y concordancia con la propia naturaleza, de los animales frente al hombre respecto a la ausencia de gula de los primeros frente a los segundos. Los animales comen lo que tienen que comer para estar en su estado óptimo de salud; en cambio el hombre es un animal que, seguramente por haberse apartado tanto de su naturaleza, ya no sabe controlarse ni escuchar su naturaleza, y puede terminar siendo obeso fácilmente. Bueno, en este caso pasa un poco como en el caso de las comunidades poco desarrolladas tecnológicamente: los otros animales son generalmente más moderados que el hombre simplemente porque su situación (en la que conseguir y/o digerir el alimento es ago costoso) se lo impone. Pero, como saben muchos de los que tienen animales domésticos, si ponemos a disposición de un animal tanto alimento como quiera, no es difícil que caiga en el exceso. Y, así, las supuestas bondades de la naturaleza animal no humana también se disipan.

El hombre, en tanto que un cierto tipo de animal, también es malo por naturaleza, como muestran los hombres primitivos (perdón), los niños y el resto de animales. ¿Quiere esto decir que debemos resignarnos ante nuestra naturaleza? No, porque tenemos voluntad. Sí, habéis oído bien: se puede luchar –y ganar- contra la propia naturaleza. ¿Cómo? Contraponiendo a un rasgo natural otro rasgo natural más poderoso. Y una de las características más poderosas que tenemos es la voluntad de cambiar. Algo en lo que coinciden los que afirman únicamente la maldad del hombre y los que afirman únicamente su bondad es en sobrevalorar esa naturaleza que defienden. Yo creo que la naturaleza del ser humano incluye tanto la maldad como la bondad (aunque tiene peores consecuencias defender sólo la bondad), pero lo verdaderamente importante es que esa naturaleza es solamente una fuerte inclinación. Saldrá victoriosa a veces, pero la voluntad es un arma natural capaz de cambiarla. Se infravalora lo que puede conseguir el esfuerzo, quizá porque ni es idílico ni es tremebundo.

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